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Filosofía desde la trinchera

LA DARWINIZACIÓN DEL MUNDO.

 

A Carlos Castrodeza, In Memoriam.

 

            Hace unos meses ha fallecido uno de los filósofos de la ciencia y biólogo más competentes en España y más relevante en lo que concierne al estudio y el conocimiento de la teoría de la evolución. Gran parte de su vida la dedicó al estudio de ella y sacó las consecuencias últimas que la teoría evolucionista encierra a todos los niveles. Su última obra, escrita hace un par de años, la podemos considerar como su testimonio teórico, sus conclusiones más refinadas sobre el evolucionismo. Esa obra lleva el título, sugerente y provocativo de “La darwinización del mundo”. Y arranca también de la obra del filósofo darvinista Dennet “La peligrosa idea de Darwin.”

 

            La cuestión es que la teoría de la evolución, la idea ontológica que ella conlleva nos ofrece una visión del mundo absolutamente distinta a la que nos hemos ido creando y construyendo a lo largo de la historia. Todo en la historia es construcción. Todo en la historia es una búsqueda de sentido a lo que no es más que azar y necesidad. La idea de Darwin tiene consecuencias y las consecuencias de la idea darviniana es, en primer lugar la eliminación del antropocentrismo. Poco a poco el conocimiento nos había ido minando nuestra vanidad, pero el darwinismo acaba con ella definitivamente. Lo que el darwinismo nos dice y su consecuencia ontológica nos muestra a las claras es que todos los seres de la evolución son, desde el punto de vista evolutivo iguales, además de que su existencia depende de un equilibrio sistémico. No podemos entender la existencia de los individuos y especies por separado. Todos existen en la medida en la que se produce un equilibrio ecológico. Si éste se rompe, se rompe la unidad y múltiples especies desaparecen o se transforman. El hombre no está escindido de la evolución de los demás seres. El hombre ha producido cultura, pero la cultura procede de su cerebro y de la interacción entre los individuos dotados de cerebros y de éstos con el medio. La cultura es un producto natural emergente que nos permite nuestra propia subsistencia. Por ello la cultura no tiene valor absoluto, lo que no implica que caigamos en un relativismo. El valor de las culturas es un valor objetivo y biológico. Por tanto, la peligrosa idea de Darwin nos lleva a la eliminación definitiva del antropocentrsimo y a la igualdad de todos los seres vivos, con las consecuencias éticas que ello conlleva. La supervivencia del hombre depende de la supervivencia de la ecosfera. Esto es lo que podemos llamar el nihilismo naturalista. El hombre no es nada, en sentido especial, y lo que es lo es desde el punto de vista natural. Pero la darwinización del mundo nos lleva más allá. Como decía el origen de toda nuestra cultura es estrictamente biológico. Así, la base de aquello que consideramos estrictamente humano, la moral y la política, no son ideosincráticos del hombre, sino que se pueden rastrear sus orígenes en la etología de los primates a los que pertenecemos. Nuestra ética surge de nuestra sociabilidad, y de ahí también la política. La sociabilidad se basa en la empatía, la capacidad de ponerse en el lugar del otro, de sentir su dolor y su placer. Pues de aquí surge todo principio ético. Es lo que podemos llamar altruismo recíproco o egoísmo recíproco, según seamos más o menos optimistas sobre la condición humana. En definitiva, la cooperación y colaboración es posible gracias a la empatía natural del hombre que hace posible la colaboración interesada, un quid pro quo. Y ésta es la base de la ética. De ahí que, para mí las dos patas de la ética naturalista sean las que he mencionado. La primera es la de la cooperación sistémica con el resto de los seres naturales en pie de igualdad ontológica y, la segunda, la de la cooperación interesada entre los miembros del clan que es lo único que permitirá su subsistencia. De ahí el concepto de nihilismo naturalista. Cuando hablo de nihilismo a lo que me estoy refiriendo es a que no existe un discurso que apunte a algo trascendente a la propia naturaleza. Que todo se reduce a la naturaleza, aunque en esta existan propiedades emergentes, que eso es otra cosa. Por ende, no existe nada más allá de la naturaleza y el hombre se reduce a la naturaleza. Pero lo que rige en la naturaleza es el azar y la necesidad. Existimos, tanto a nivel de especie, como individual, como bien podríamos no existir. Formamos parte de una gran cadena evolutiva cósmica. Una cadena evolutiva, sin sentido, sin finalidad, sin referencia trascendente. Lo único que nos queda es el conatus spinozista, la reafirmación en nuestro ser. El nihilismo al que me refiero, entonces, apunta a la contingencia de nuestro ser y del universo. Y cuando hablo de naturalismo lo que quiero decir es que no debemos intentar trascender la naturaleza y sus leyes, porque entonces caeremos en discurso alienantes, autoengaños, como la idea de progreso, el antropomorfismo, el amor al prójimo desinteresado y demás quimeras que nos han permitido sobrevivir, pero que no son más que discursos autoreferenciales. Lo importante es que nos han permitido vivir, o sobrevivir, pero no son reales. El naturalismo lo que quiere es precisamente señalar esto, que todo es naturaleza, que nada tiene sentido, salvo el propiamente evolutivo. Cuidado, no confundir evolución con competencia ni supervivencia del más fuerte. Esto fue una lectura sesgada e interesada del capitalismo del XIX que se ha reactualizado. Hay más de colaboración que de competitividad en la evolución. Por tanto, todo discurso cultural pierde su valor absoluto y se reduce a la contingencia evolutiva, como la forma de una hoja o la de las garras de un felino. No hay más, ni hay para más. Pero, ni más ni menos. Porque el discurso nihilista-naturalista nos saca del gran error de la humanidad, la concepción de un ser, el hombre, por encima de los demás seres y que es dueño y señor. Un ser humano que ha inventado historias para justificar su masacre y exterminio de la ecosfera a la que pertenece por naturaleza. El nihilismo nos vuelve a nuestra posición, destruye la vanidad humana y nos sume en la humildad. Y si aprendemos el valor exacto que tenemos pues quizás actuemos éticamente para la preservación de la biosfera, sin olvidar que nosotros somos biosfera.

 

            Además una idea mística se desprende de todo esto. En realidad, la cultura al separarnos de la naturaleza ha producido una conciencia escindida, una conciencia de dualidad. La propuesta naturalista es panteísta. Sólo existe un ser que está constituido por todo lo que hay y las individualidades que lo constituyen todas ellas están interrelacionadas, de tal manera que su relación es sistémica. Y, desde el punto de vista ontológico, todas son iguales, desde los átomos, pasando por las bacterias y terminando por los grandes saurios o los mamíferos. Debemos tomar conciencia cósmica de esto. Nuestra materia es la matera que existe desde los orígenes del universo organizada en una singularidad que es mi especie y una singularidad con cierta conciencia que yo llamo “yo”. Sería de gran interés recuperar esta conciencia cósmica, que no es ninguna novedad, puesto que algunas religiones la tienen, más que nada por dos razones, nos produce paz y sosiego: un reencuentro con uno mismo a través de lo demás. Y porque sirve de base teórica para una ética de la responsabilidad. Una ética naturalista ecológica sin la cual la supervivencia del hombre en la tierra es inviable. Y no es un problema de desaparición de especies, sólo, o de calentamiento global. Esto no son más que respuestas de la biosfera a la situación de stress a la que está siendo sometida. Metafóricamente podemos decir que somos un mal resfriado para la tierra: la tierra sanará, nosotros casi nos extinguiremos.

 

 

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