Del amor entre padres e hijos.
Las religiones tienen múltiples dimensiones y sirven para muchas cosas. Son fuente de sabiduría, de moral, de control social, de poder…la religión es la forma de unión social que más ha perdurado en la historia. Es más, diferentes formas de unión, como las ideologías, han tenido un trasfondo religioso. El caso es que la religión, en un sentido muy profundo, al ser un instrumento de socialización tiende a institucionalizarse. La institucionalización de la religión lleva aparejada gran parte de la pérdida de su dimensión espiritual y la aparición de formas de control totalitarias. Las religiones del libro, aunque las sapienciales también, han sido las más claras en este asunto y las que han presentado su cara más fanática, cruel y homicida, como el islam y el cristianismo. Voy a analizar un caso concreto de la religión cristiana de control de la moralidad individual para mantener un estatus quo social, el de la familia patriarcal. Me refiero a un tema muy escabroso porque se suele confundir lo natural con lo cultural. Eso es lo que suele ocurrir cuando una forma cultural, como por ejemplo una religión, se impone como forma de vida única y sin alternativa. Me estoy refiriendo a la asimetría entre el amor filial y el amor paternal o maternal. El amor de los padres a los hijos es un amor que procede, en teoría, desde antes de la concepción hasta la muerte de los padres o del hijo (que también ocurre, no debemos olvidarlo porque la muerte es nuestro eterno presente y nuestra única evidencia en la vida). El amor de los padres al hijo debe ser, como todo amor, absolutamente desinteresado. Todo amor interesado no es más que un intento de posesión del otro y transformarlo en un objeto a nuestra medida. El amor, en general, y esto sirve para todo, es presencia de uno tal cual es y aceptación plena del otro tal cual es. Todo juicio sobre el otro no es más que una proyección de nuestros propios deseos, que lo único que van a hacer es distorsionar la relación y producir sufrimiento. Pero esto, es lo normal en todas las relaciones de amor. Por eso se habla de amor-odio. Porque en realidad sólo se puede odiar al que se ama, pero porque se le ama mal, se le quiere transformar en el vehículo de nuestros propios deseos de realización personal. Y esto no es posible, la realización es siempre cuenta de uno, por supuesto que intervienen los demás, pero cuando a los demás se les intenta instrumentalizar, entonces ya no hay ni amor, ni amistad, sino posesión objetual. Pero como el otro no es un objeto se rebelará, a menos que sea lo suficientemente sumiso como para aceptar el papel de instrumento del otro. Bien, esto que digo en general vale para las relaciones padres hijos y a la inversa. Decía que el amor de los padres comienza en el inicio y termina en el final. Y en este amor los padres tienen la obligación moral, también jurídica, desde luego, de cuidar del hijo hasta su mayoría de edad. Pero, desde el amor no pueden pedirle nada, sólo desde la moral les pueden pedir respeto y el hijo está obligado a ello. Todo lo que vaya más allá del respeto que el hijo debe tener al padre es algo que no se le puede pedir y, menos aún, exigir al hijo. El hijo es fruto de tu deseo, de tu amor, no es un esclavo, no es un objeto, no tiene que satisfacer ningún proyecto tuyo, es un ser absolutamente autónomo y libre. El hijo puede agradecer o no este regalo, según la visión del mundo que el hijo tenga. Los hay que consideran la vida una bendición y estarán siempre agradecidos a los padres y los hay que la consideran una maldición e, incluso, acaban quitándose la vida como una forma de autoafirmación. Todo lo que vaya más allá de este tipo de amor se llama egoísmo. Como esto no se suele entender, pues de ahí el sufrimiento de los padres y el sentirse abandonados, cuando, si realmente amasen, y no intentasen poseer, disfrutarían de los hijos, de lo que los hijos son de por sí, de la obra que potencialmente han creado, de la que han colaborado, dando, lo fundamental, la propia vida. Eso es amar y gozar de los hijos cuando estos ya no están, cuando son autónomos, cuando llevan su vida, con sus éxitos y fracasos. Nunca intervenir, salvo por petición del propio hijo, nunca juzgar, porque juzgar es proyectar tu propia deficiencia, tus propios defectos, tu envidia, tus celos,… amar no es fácil, porque es estar presente sin pedir nada a cambio. Y, muy difícil amar a los hijos, porque no hay simetría en su amor. Si bien el amor de los padres a los hijos es, en un principio, altruista (bueno, esto sin entrar en los argumentos etológicos y de psicología evolutiva y de la propia ética, que nos vienen a decir que amar a un hijo no es más que amar tu propio bienestar. Quieres tener un hijo porque la idea te hace feliz, amas al hijo porque te hace feliz…hasta que un día dices aquello de, ¡qué harto estoy ya de niños!, y ahí comienza el desamor y el egoísmo), el de los hijos a los padres es, absolutamente egoísta. El niño ama a los padres por mera supervivencia. Los padres dan compañía, amor, calor, seguridad, juego, entretenimientos, todo. El niño, sólo por su presencia es amado y lo tiene todo. Hasta que comienza su proceso de maduración y de independización, su autoafirmación. Esa autoafirmación se expresa en forma de rebeldía contra los padres. Rebeldía que los padres no tendrán más remedio que aprender a canalizar. Si se produce el enfrentamiento, has perdido el amor del hijo y tu amor al hijo. No hay más remedio que saber jugar con las circunstancias. Y es aquí donde reside la piedra angular de la educación y, por cierto, como decíamos, lo único que se le puede exigir a un hijo: respeto. Si no hay respeto por parte del hijo (probablemente muchas cosas habremos hecho mal los padres cuando no lo hay, pero siempre estamos a tiempo de restaurar el orden y la armonía) ya no existe ninguna obligación por parte de los padres. Es curioso, que, en la sociedad en la que vivimos, cada vez hay más denuncias de padres a hijos menores de edad por maltrato. Algo estaremos haciendo muy mal los padres. Porque, cuidado, cuando yo hablo de respeto no hablo de miedo del hijo al padre, no, que no salten los progres.
Pero, ¿cómo se ha instaurado este amor posesión en el que los hijos tienen una serie de deberes morales con respecto a los padres? Pues, muy sencillo, por la tradición religiosa que ha funcionado como ideología o soporte para mantener el statu quo de la familia patriarcal de la sociedad establecida en el neolítico para acá. La sumisión y obediencia de los hijos a los padres garantizaba el sistema de herencia y de propiedad, así como el nombre y la posición social. Todo un orden social establecido para favorecer un sistema de producción basado en el mandamiento de “Honrarás a tu padre y a tu madre.” En fin, una historia de sufrimiento, dolor, sumisión, ausencia de libertad, salvo para los privilegiados: el primogénito en algunos casos, por ejemplo. La misma historia que ocurrió con las mujeres. Y, mira por dónde que, precisamente la “liberación”, que es mucho decir, de la mujer al incorporarse al mundo del trabajo pues ha trastocado todo este orden patriarcal, pero no la mentalidad, ésa prosigue. Y esto ha sido así porque la mujer es la que se encargaba de las tareas del hogar que incluía el cuidado de los pequeños, los enfermos y los viejos. Los hijos y, sobre todo, las hijas también colaboraban. Pero esta estructura se ha venido abajo y ha dejado al descubierto muchas cosas, entre ellas, la inmensa labor que las mujeres han realizado en nuestra historia y están en el olvido. En segundo lugar, que el sentimiento de amor que mantenía, y persiste, esa estructura era el del amor posesión y egoísta. La salida de la mujer del seno de la familia tiene que enseñarnos muchas cosas. La primera, que no ha sido, para ella, ninguna liberación, mientras sigamos en el capitalismo y en la tradición patriarcal, la segunda es que es insuficiente el trabajo de la mujer para su autorealización y, la tercera, que tenemos la oportunidad de cambiar el concepto de amor paternal y amor filial y transformarlo en amor real: presencia, aceptación y respeto.
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