La soledad.
“La medicina cuida los males del cuerpo, la sabiduría suprime los males del alma”. Demócrito de Abdera.
La soledad es la eterna compañera del hombre. Podemos huir o buscarla. Pero ella siempre vendrá a nuestro encuentro. El dolor y el sufrimiento que son los que nos hacen tomar consciencia de nosotros mismos, de nuestro yo, son intransferibles, son los que nos anuncian quiénes somos realmente. Pues bien, este dolor y sufrimiento se nos dan en la más estricta soledad. No podemos comunicar nuestro sufrimiento, sólo lo podemos sufrir nosotros. Nacemos solos y morimos solos. Y nuestras relaciones con los demás son relaciones teatrales, generalmente, de máscaras que nos ponemos y quitamos, según las circunstancias y con quien estemos.
En realidad, estamos siempre solos, pero no nos damos cuenta porque los demás nos distraen de nuestra soledad. Y eso es lo que buscamos, distracción, no saber nada de nosotros, echar tierra encima. No nos queremos ver. No huimos, en realidad, de la soledad, huimos de nosotros mismos. Huimos de nuestros monstruos, de aquello a lo que no nos queremos enfrentar, nuestras emociones y afectos, lo que realmente somos. Cada vez que huimos de la soledad nos negamos a nosotros mismos. Y no es que niegue el carácter social del hombre, ni mucho menos. El hombre es tal porque es social. Sino que lo que quiero decir es que nos construimos a nosotros mismos en relación con los demás. Pero esas relaciones con los demás y con el mundo, el principio de realidad, que diría Freud, nos produce fracasos, frustraciones y, todo ello, da lugar a la represión y a la autonegación del sí mismo. A vivir una existencia inauténtica. Esos son los fantasmas de los que hablo y, por eso, digo que uno huye de sí mismo y no de la soledad. Es imposible huir de la soledad porque la soledad, igual que la sociabilidad, conforma nuestra condición. Estamos “condenados” irremediablemente a vivir solos. Los amigos se van y uno se queda solo, al final siempre se queda sólo. Y, mientras más miedo se tenga a sí mismo, mientras más quiera ocultarse, más ansía la compañía de los demás. Son curiosos esos dos personajes contrapuestos de las fiestas, el que permanece quieto en un rincón, observando, con su vaso en la mano, incapaz de comunicar nada a nadie, a pesar de que su cerebro está en plena ebullición. Y ese otro danzarín que no para de ir de un lado para otro, de saludar a gente, de estar continuamente hablando y no decir nada. Ahí tenemos a nuestros personajes, el solitario, que no encaja en las multitudes; es alguien que cuando hay más de tres empieza a diluirse y el que huye de sí mismo y va picoteando como una mariposa de uno en otro.
Si vivimos fundamentalmente en la multitud nos olvidamos de nosotros mismos, aunque a veces suframos el aguijón de la soledad. Pero no aprenderemos nada en nuestra vida, a menos que suframos una tremenda desgracia, que la sufriremos, porque así contemplaremos la muerte: como una desgracia, una gran pérdida, con miedo, porque la muerte es la máxima soledad, siempre se muere solo, en ese tránsito no nos acompaña nadie.
Por el contrario, la soledad es nuestra maestra. Ya lo decía Pascal: todos los males del hombre empiezan porque no es capaz de permanecer una hora solo en su cuarto. O, también, decía: todos los males del hombre proceden del momento en el que cruza el umbral de su casa. Es decir cuando abandona la soledad, su sí mismo, para echarse en manos de la multitud. Decía que la soledad es nuestra maestra. Y lo es en el sentido de que la soledad nos enseña a mirarnos a nosotros mismos cara a cara. La soledad es la única manera que tenemos de sacar a la superficie nuestros fantasmas, esos que habitan en el inconsciente, sobre los que hemos echado toneladas de escombros encima para no verlos. La soledad y el silencio es el estado en el que hay que estar para enfrentarnos a nuestras heridas del pasado. Hay que reconocer las heridas, hay que saber qué emociones han producido y, después, soltarlas, son el pasado, ya no pueden hacernos daño y así podemos ser quien realmente somos sin el condicionante del pasado y, de esta forma, ya no necesitamos máscaras para relacionarnos con el mundo somos lo que somos y nada más. Todos nuestros miedos, nuestras frustraciones, odios, iras, cóleras…van alimentando nuestro ego para tapar esas heridas. Y, a medida que el ego engorda, nuestro yo interior se va ocultando, tiene miedo, está totalmente anulado y sustituido por el ego. Es en el ego en donde vivimos. Por tanto vivimos una existencia inauténtica. Y, de ahí, el miedo a la soledad. Porque a ésta el ego no le engaña. La soledad es el profundo silencio y en el silencio nos escuchamos a nosotros mismos, primero al cuerpo, después a la mente y, por último, al espíritu. Ante el profundo silencio el ego queda desarmado y entonces es cuando aparecen nuestras emociones, todo aquello que no queremos oír, todo lo que tenemos oculto bajo el ego. Vivimos en el engaño del ego, pero basta un poco de soledad para desenmascararlo. Pero, para esto hace falta valor. En realidad nos enfrentamos a la construcción que hemos hecho de nosotros mismos y todo para ocultar las heridas del pasado. Y ahora resulta que todo se nos viene abajo, que todo es apariencia. Lógicamente, esto, salvo casos excepcionales, no se da en un momento, sino que es un proceso en el que poco a poco vamos reconquistando nuestro yo interior, para empezar, porque realmente este es el comienzo. El siguiente paso es recobrar la dimensión espiritual de ese yo interior. Cuando digo espiritual me refiero a la dimensión ética, social y mistérica que tiene el hombre, no me refiero a la religión como institución, independientemente de que el espíritu religioso sea eminentemente espiritual.
En consecuencia la aceptación de la soledad es la aceptación del reto a encontrarnos con nosotros mismos. Es lo que nos llevará, en un eterno diálogo, a un autoconocimiento. Un diálogo entre racional e intuitivo y, como resultado de este diálogo comenzará a surgir nuestra sabiduría. Porque aprenderemos realmente quién es el otro, no la máscara del ego con el que se nos presenta, sino alguien igual que yo y, por eso mismo, igual que yo soy digno de compasión, él también lo es. Debemos dar este salto en nuestra consciencia: ser compasivos y autocompasivos. Pero no podemos ser lo primero sin ser lo segundo. Y nos tenemos compasión porque hemos llegado a conocernos a nosotros mismos. Y lo hemos hecho a través de la soledad. Podemos utilizar la reflexión, la oración, la meditación, el viaje en solitario (que es siempre un viaje interior), el deporte en soledad…da igual, el caso es que será la soledad y su silencio siempre nuestra compañera de viaje. Y, al final, el sabio será siempre el mismo e igual ante todos.
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