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Filosofía desde la trinchera

                Desde la perspectiva de la muerte.

Recuerde el alma dormida,
avive el seso e despierte
  contemplando
cómo se passa la vida,
cómo se viene la muerte
  tan callando;
  cuán presto se va el plazer,
cómo, después de acordado,
  da dolor;
cómo, a nuestro parescer,
cualquiere tiempo passado
  fue mejor.

               

  Ved de cuán poco valor
son las cosas tras que andamos
  y corremos,
que, en este mundo traidor,
aun primero que muramos
  las perdemos.
  Dellas deshaze la edad,
dellas casos desastrados
  que acaeçen,
dellas, por su calidad,
en los más altos estados
  desfallescen.

Jorge Manrique. Coplas a la muerte de su padre.

                De nuevo el tema de la muerte al que nunca se puede ser ajeno. Ya lo decía Platón, filosofar es prepararse para la muerte, pero un sabio Spinoza nos decía desde su alegría intelectual, que en nada piensa menos el sabio que en la muerte. De cualquiera de las maneras la muerte es un tema eterno e inevitable. Tan inevitable como el que la muerte es algo inminente. Algo que está ahí, y que, de alguna manera pone sentido a la vida. La vida sin muerte no tiene sentido. Lo mismo que la vida, conocida la fecha y causa de la muerte, tampoco tiene sentido. Conocemos de la muerte lo justo para que nos dé el sentido de nuestra existencia: que vamos a morir. “Morir tenemos, ya lo sabemos” que dicen los monjes de clausura con juramente de silencio, salvo este saludo. Lo cual nos recuerda que hay que tener presente el recuerdo de la muerte.

                Ya decía también Heidegger que somos seres avocados a la muerte, que ese es nuestro sentido y nuestra angustia. Porque eso nos marca un tiempo, nos hace temporales. Convierte nuestro ser en un existir. En la medida que tomamos conciencia de nuestra mortalidad, la tomamos de nuestra limitación y finitud. Pero el hombre aspira a lo contrario, a lo infinito, a persistir. Por volver a Spinoza, todo ser intenta permanecer en su ser. Y el hombre no iba a ser menos, lo que ocurre es que nosotros procuramos permanecer en nuestro existir. Lo cual es una contradicción, y eso genera nuestra angustia metafísica, porque en el existir va la muerte implícita, como la conciencia. Una piedra es, una persona existe. Dios, en el caso improbable de su existencia sería un ser en el que esencia y existencia, como decían los escolásticos, coincidiría. Su ser y su existir serían lo mismo: ser necesario, es decir, que no puede dejar de ser. Pero, de todos modos, como decía Borges, creo, la teología es un género de ficción. Así que ciñámonos a la antropología. No tendríamos proyectos, ni nos interesaría el futuro, sin el conocimiento, más o menos consciente, de nuestra propia muerte. Sin la consciencia de nuestra temporalidad o de ser seres arrojados, literalmente, en el tiempo o en nuestro existir. Somos arrojados al tiempo y nos las tenemos que arreglar como podamos. Y no hay ni manual de instrucciones ni repetición de la jugada. Estamos dotados de emociones, sentimientos, razón y memoria y a partir de ello, haciendo un uso supuesto de la libertad, libertad condicionada, debemos construir nuestra existencia que, inexorablemente, está abocada a la extinción. La muerte es pasar del todo a la nada, del ser al no ser, de ser uno (tener consciencia) a ser muchos (todas aquellas individualidades que nos componen y aquellas que el propio proceso de descomposición (putrefacción) generan. Y esa nada vuelve al todo a través de un conjunto de reacciones físico-químicas. Porque nada se crea ni se destruye, sino que se transforma. Pero la unidad sistémica que nos constituía como un yo desaparece para siempre. Vence el principio de entropía. Todo tiende al mínimo estado de energía. La muerte es menor energía que la vida, como lo frío lo es de lo caliente. Y nos aferramos a nuestro cuerpo inservible y caduco como tabla de náufrago. Aquella tabla de náufrago en la que hemos navegado desde que nacimos y en la que nos hemos afanado. Pero esa tabla se ha ido desgastando, se ha convertido en añicos.

                Y esto si hablamos de nuestro yo biológico al que vemos a diario deteriorarse. A nuestro yo psicológico y cultural le ocurre lo mismo. Por eso es que los viejos se quejan de la falta de ganas, y no es sólo porque el cuerpo, como se dice, no les acompañe, es que realmente nuestra voluntad se va extinguiendo. A pesar de que queremos persistir en el ser, no morir, porque es un imperativo biológico. Pero la vejez conlleva la desgana, la dependencia, la humillación, la perspectiva de nuestra falta de autonomía, la mirada a la muerte frente a frente cada mañana, como si fuese un milagro el haber sobrevivido un día más. Y todo se va perdiendo, y todo va careciendo de importancia, todo se vuelve plano y gris. Por eso el viejo siente la soledad, huye de ella porque le enfrenta a la muerte. Porque el viejo empieza a carecer de horizontes, porque empieza a ver claro que su único horizonte es la muerte. La vida, el tiempo, su biografía ha sido un eterno dejar, un dejar aquello que no se eligió, o que no se pudo elegir, la vida se contempla como un camino de bifurcaciones no vividas, con lo cual se transforma en una línea que es, se supone, el sentido que quisimos darle a ella desde nuestra libertad. La vida como tarea, que decía Ortega. Pero ya no hay tarea, hay una espera desesperada. Es lo común, hay viejos esperanzados y con proyectos y tareas, quien ha dicho que no. Porque uno de sus proyectos ha sido hacer de la vida un proyecto, una pasión, una tarea y no pensar en la muerte porque alcanzaron la sabiduría, o bien naturalmente, o bien, por medio del estudio y la reflexión.

                Pero decía que lo íbamos abandonando todo, lo que fuimos, lo que construimos, los hijos que tuvimos, las amistades y enemistades, las riquezas y posesiones. Todo se va alejando poco a poco de nosotros. Y aquí quería llegar para mirar la vida desde la perspectiva de la muerte y que nos sirva como experiencia y aprendizaje filosófico. La muerte es la nada, la ausencia de sentimientos y de un yo que es el que alberga los sentimientos. La muerte, en este sentido es la serenidad. Y, con el tiempo, será el olvido. Todos seremos olvidados. Algunos serán reconocidos por sus obras en los distintos ámbitos de la cultura. Pero existencialmente son olvidados. Los muertos, de alguna manera, persisten en la memoria de los vivos, pero cuando estos mueren, desaparecen. No está mal que queden las obras de uno, que de alguna manera expresan lo que fueron. Pero esto no es inmortalidad si no hay un yo que sea su sustrato, ese yo es el que desaparece con la muerte. Acumular conocimientos tampoco nos sirve entonces, ya nos lo dice el Eclesiastés. Todo empeño en acumular, ya sean bienes materiales, como espirituales no es más que vanidad de vanidades. Pues bien, la muerte es la expresión de la serenidad, aunque no exista un yo y del olvido. Dentro de cien años nadie nos recordará, ni sabrá de nuestras pasiones, de nuestros celos, rencores, amores, odios, diversiones aficiones. La vida es un frenesí que nos arrolla hacia la muerte. Frenesí del que no queda nada. Pues sería interesante mirar a la vida desde esta perspectiva, desde la perspectiva de la nada. Desde la perspectiva de la inevitabilidad de la nada, desde esa nada que es la ausencia de pasiones. Y es esa nada la que debemos vivir como anticipo en nuestra vida. Nada importa, porque todo pasa inevitablemente, inexorablemente. Nos vamos haciendo viejos y caducos. Si anulamos nuestro yo, como nos recomiendan los viejos sabios y algunas religiones encomiables, recuperaremos nuestro ser. Ya decíamos que el hombre no tiene ser, sino existencia. Pero es que nuestra existencia es fruto de la temporalidad y ésta del deseo. Y el deseo constituye el yo. Si abandonamos, mirándonos a nosotros mismos desde la perspectiva inexorable de la muerte, desde la única certeza que tenemos, que vamos a morir, tarde o temprano, todo deseo, entonces abandonamos la existencia. No existimos, sino que somos. Y, quizás, nos quede la alegría intelectual de la que hablaba el gran sabio, Sapinoza, de vivir, simplemente. Escapar de la rueda de la existencia es escapar del imperativo del deseo, de nuestro propio yo que se alimenta de pasiones. Pero sólo son lícitas las pasiones adecuadas, aquellas que consideramos buenas, como la alegría, que es el pilar. Por eso una mirada de la vida desde la perspectiva de la muerte es terapéutica. Nos reconcilia con la nada, con el olvido, lima las asperezas de la vida, elimina o apacigua los deseos, tranquiliza cuando estamos desasosegados, porque nos recuerda que todo tiene un final. Por eso una buena vejez, la que es una culminación de una vida buena, nos reconcilia con la vida, nos da la serenidad, porque hemos perdido el fuego de los sentimientos. La serenidad de la muerte nos hace percibir la vida y nuestra existencia, como lo que es, apariencia, un afán inútil, una lucha perdida. Sólo los sentimientos nobles nos pueden ayudar a vivir, todo lo demás es superfluo. Desde la serenidad de la muerte, los altibajos de los deseos no existen, la vida aparece plana. Pensar en la muerte tranquiliza, como un narcótico que nos hunde en la nada del sueño al que nos dirigimos y que encima no sabemos cuándo va a llegar. Todo sufrimiento es inútil. Pasado el tiempo forma parte de nuestra memoria, como nostalgia, como una herida, mal o bien cicatrizada, depende de la sabiduría que hayamos tenido a la hora de resolver el trauma. Sartre decía que la vida era una pasión inútil, pienso que no tiene porqué serlo. Hay que fomentar los afectos (sentimientos) positivos, aquellos que nos encaminan al bien y no producen sufrimiento. Pero no hay que estar atados a nada, puesto que los sentimiento, y aquí no somos libres, los tenemos, más bien nos tienen. Desprenderse de ellos y verlos desde la perspectiva de la muerte, de la nada, es de lo que se trata. O disolverse en ellos hasta convertirse en su dueño, puesto que ya que no somos libres de tener sentimientos de lo que se trata es de dominarlos. No se trata de eliminar la tristeza o no, sino de ser dueño de ella, de sumergirte en ella sin ser absorbido, de no negarla, porque es tu propia naturaleza. Y la tristeza, la melancolía, en su justa medida, no son malos afectos, no son como la ira, el odio,…estos sí destruyen el ser, son un cáncer del alma. Y son estos sentimientos destructivos, que nos producen infelicidad, los que deben ser mirados desde la perspectiva de la muerte, la nada y el olvido. Quién recordará dentro de cien años el objeto de nuestra ira, de nuestro desprecio, de nuestra indiferencia, que nos corroe ahora. Ahora bien, todo sentimiento que participe en la alegría (que es el objeto propio del vivir), como la amistad, el respeto, el amor, la justicia, la templanza, la buena educación…no deben ser rechazados, sino fomentados, siempre y cuando nosotros seamos los dueños. Porque con el tiempo también serán nada. Y la muerte –desde su perspectiva- debe enseñarnos a desprendernos de todo. Y en esta tarea consiste prepararse para la muerte, que decía Platón. Y cuando uno ya está preparado, pues en nada piensa menos que en la muerte (porque vive desde la perspectiva de ella: desde el todo y la nada, que  vienen a ser lo mismo) como decía Spinoza. Y así quedan nuestros dos sabios reconciliados en su pensamiento sobre la muerte y nosotros, espero, con la vida.

 

 

Donde habite el olvido.

 

Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora;
Donde yo sólo sea
Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.

Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
Donde el deseo no exista.

En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
No esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.

Allí donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya,
Sometiendo a otra vida su vida,
Sin más horizonte que otros ojos frente a frente.

Donde penas y dichas no sean más que nombres,
Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
Disuelto en niebla, ausencia,
Ausencia leve como carne de niño.

Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.


Luis Cernuda.

 

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