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Filosofía desde la trinchera

Pensamientos contra el poder

            03 de mayo de 2010

 

Actualidad del marxismo y el fin de la historia.

 

            El marxismo está anclado en el paradigma ilustrado de la idea de progreso. Así como también está anclado en el paradigma de las ciencias económicas que tiene como fondo esta idea de progreso. La idea de historia del marxismo es una perfecta secularización de la idea de la historia de la religión, como lo es toda buena utopía, por otro lado; a pesar de que el marxismo pretende ser científico. Pero el problema es que no puede haber una ciencia de la historia como la física. La historia y la economía son ciencias humanas. El marxismo sigue desvinculando el desarrollo económico, que al igual que el capitalismo los considera autónomos y separados del hombre y del sistema político, de los ciclos naturales. Por eso sigue creyendo en el crecimiento ilimitado. Además, este crecimiento económico, para Marx, va ligado a la liberación de la carga de trabajo del obrero. Esto es un fin éticamente respetable, pero no es real.

 

            Por otro lado, Marx, inspirado en la filosofía de Hegel, elabora una teoría de la historia lineal, con su principio y su final. La diferencia es que la historia de Marx es un desarrollo dialéctico de la materia (la infraestructura económica) que llevará a los antagonismos del sistema de producción capitalista, tras lo cual se producirá la revolución de los proletarios y, con ello, el fin de la lucha de clases y la llegada del estado comunista. Y aquí se acabaron las contradicciones y la injusticia social y la opresión del hombre por el hombre. Sería la emancipación definitiva del hombre oprimido y el fin del pensamiento. Porque el pensamiento para Marx es praxis revolucionaria que ayuda a tomar conciencia de nuestro estado de alienación o miseria y que nos anima, por tanto, a la revolución, tras la cuál, ya no tiene ningún sentido.

 

Éste, entre otros, es un error tremendo del marxismo. Pero, lo curioso, es que las teorías actuales del fin de la historia y la muerte de las ideologías tienen la misma base. Son también de origen hegeliano. La base es la misma una concepción lineal de la historia y la creencia acrítica en el progreso de la misma. Lo que sucede es que la contextualización hoy en día es distinta. Se proclama el fin de la historia y la muerte de las ideologías cuando confluyen dos factores. En primer lugar la caída del estado de bienestar y el resurgimiento del neoliberalismo desde los años setenta, tras la crisis del petróleo, que podemos considerar como la primera toma de conciencia de los límites del crecimiento. Y, en segundo lugar, la caída del muro de Berlín que representa el desmoronamiento del llamado socialismo real. Al caer éste, lo cual no supone la caída del marxismo, pero se identificó, lo que se siguió fue la idea de que sólo hay una ideología correcta: la que sustenta a las democracias neoliberales. Y si esto es así, solo existiría un pensamiento correcto. Y ésta es la teoría del pensamiento único. O lo que sería mejor, la muerte del pensamiento, porque éste necesita del diálogo para existir. Y esto es lo que hemos tenido hasta la crisis financiera del 2007, y lo que seguimos teniendo. Los partidos de la izquierda realmente existente, los que tienen capacidad de gobernar, no los de la izquierda real, ya habían renunciado al marxismo, pero tras la caída del muro de Berlín abrazan el neoliberalismo y el pensamiento único. De esto se sigue la paulatina derechización del mundo. No sólo se renuncia al marxismo, sino también a su fuerza ética y a su mensaje de justicia social. La izquierda se transforma en una derecha débil. Y, de esta manera, la derecha se hace cada vez más reaccionaria y el neoliberalismo triunfa por doquier lo que, a su vez, supone la muerte de la política a manos del poder económico. El estado ya no va a estar más que para resolverle los problemas al capitalista. Y ésta es la situación en la que nos encontramos. El triunfo de la ideología reaccionaria, el triunfo del mercado y del fuerte, la proliferación de la injusticia social, el enriquecimiento del más rico y la progresiva pauperización. Y, con ello, la persistente creencia en el crecimiento ilimitado con lo que ello conlleva para la supervivencia de la humanidad.

 

            Creo que existe una salida ideológica que se basa en la economía decreciente sostenible y que tiene, a la base, la recuperación del pensamiento ecológico, por un lado, (conciencia de los límites de la tierra y del crecimiento y vuelta a un ecocentrismo) y del socialista (redistribución de la riqueza y la intervención y regulación política y estatal del mercado económico) por otro. Lo que se ha llamado el ecosocialismo o el enfoque ecointegrador de la economía.

 

 

                                   03 de mayo de 2010

 

            La paz perpetua de Kant

 

            Bello ideal el de la paz perpetua de Kant. Es la filosofía de la historia y de la política por la que apuesto. Kant consideró que la ilustración era la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. Las causas de ésta eran la pereza y la cobardía. Ya hemos analizado esto en otras ocasiones. No nos vamos a detener aquí. Pero Kant decía que lo que hace al hombre mayor de edad es el uso de la razón, más concretamente, el uso público de la razón. Hace una distinción interesante entre uso público y uso privado. Dice: criticad todo lo que queráis pero obedeced. Esto parece una contradicción, pero no lo es. Lo que sucede es que Kant es partidario de una teoría continuista de la historia en la que se camina hacia un estado politico-ético mejor, pero no de forma necesaria. Esto es, que Kant está en contra de la teoría revolucionaria. Considera que la revolución no produce ningún progreso moral y político. Tras las revoluciones se sustituyen a unos por otros, pero no se alcanza mayor ilustración, que es, como sabemos, el uso libre de la razón, el pensar por uno mismo. Kant tiene en su mente el fin en el que acaban los bellos ideales de la revolución francesa. Por eso él opta por la ilustración. El uso privado garantiza el cumplimiento de las leyes y, con ello, el orden social. Y el uso público garantiza la posibilidad de criticar de la que se debe seguir el cambio de las leyes y la paulatina ilustración de todos los ciudadanos hasta que se llegue a las repúblicas libres. Para Kant el progreso está en la ilustración. Y ésta no se consigue a base de revoluciones, sino por el atreverse a pensar por uno mismo. El hacer un uso público de la razón. Esto es importante también porque nos encontramos que no hay en Kant, a mi manera de ver, un optimismo ingenuo sobre el progreso. El progreso moral y político está ligado al uso libre de la razón que está maniatada por la pereza y la cobardía. Es decir, que el progreso no se garantiza de forma automática, sino que exige de dos requisitos. Uno a nivel individual, ético, superar el miedo y la pereza; y, el segundo, a nivel político-social: crear las condiciones sociales y políticas en las que se dé la libertad de pensamiento. Si no se dan estas dos condiciones el hombre se mantiene esclavo. Por eso la ilustración, en tanto que progreso, no es un proceso automático y que nos llevará a una sociedad perfecta; sino que requiere del esfuerzo individual y colectivo. En términos aristotélicos podríamos decir que depende de la virtud como fuerza, hábito, costumbre, ejercicio y excelencia. Y aquí nos encontramos una simbiosis interesante entre Kant y Aristóteles que podríamos actualizar. También esta reflexión que hacemos aquí nos explica por qué, después de dos siglos, nos encontramos, aún en una época preilustrada. Ni el hombre ha sido capaz por sí mismo de alcanzar su libertad, ni la sociedad -incluyendo aquí las democracias, sobre todo, el modelo actual neoliberal- han puesto las condiciones debidas para la conquista de esta libertad. De una correcta lectura de Kant podemos sacar la idea de que el progreso es accidental y contingente. Un paso adelante no garantiza que sea para siempre.

 

            Y esto enlaza con la visión de la historia de Kant. El filósofo de Könisberg se pregunta si existe un fin de la historia (quiliasmo, en teología, fin de los tiempos) humana en sentido natural. Y nos dice que sí. Que el fin de la historia es la paz perpetua. Pero el fin de la historia va a ser aquí, si hemos entendido bien las explicaciones anteriores, un idea regulativa de la acción ético-política. Algo hacia lo que pretendemos llegar: un ideal histórico, no una necesidad.

 

            El máximo mal de la humanidad es la guerra, por tanto, el fin hacia el que pretendemos aspirar es, en palabras de Kant, el de la Paz Perpetua. Es decir, la eliminación de la guerra. Pero éste es un ideal regulativo, no el fin natural. No hay un determinismo histórico que nos lleve a ello. Todo depende de la voluntad del hombre, no del destino, ni de las leyes de la ciencia, la economía, y demás. Kant es un defensor del hombre. El futuro mejor no está garantizado, tenemos una idea que perseguir, y nada más. Y aquí, para explicarnos la barbarie contemporánea, tenemos que señalar el pesimismo kantiano sobre la naturaleza humana. Poco se puede hacer con “el fuste torcido” de la humanidad.

 

            Y la conquista de la paz perpetua consistiría en conseguir una sociedad cosmopolita de repúblicas libres asociadas. Hay que señalar aquí varios conceptos. El concepto de cosmopolitismo. Kant, al defender el ideal cosmopolita, superpone al hombre por encima del estado. Lo universal es la humanidad, o, lo que nos hace humanos, la libertad: nuestra dignidad. Y esto se desprende de la cuarta formulación del imperativo categórico. Obra siempre de tal manera que consideres al otro como un fin en sí mismo y no como un medio. Aquí reside la dignidad humana y su universalidad, así como la base ética del cosmopolitismo. Pero además dice: asociación de repúblicas libres. Kant sigue reconociendo a las naciones como forma de organización, a pesar de la universalidad del hombre. Pero esas repúblicas, señala, son libres. Y esto quiere decir que están constituidas por ciudadanos, hombres autónomos y libres: lo que se entiende por ilustrado. Y esta es la forma de alcanzar la paz y eliminar la guerra: la ilustración. Pero hemos de reconocer siempre que esta paz perpetua es un ideal de la historia, natural, no transcendental o divino, sino autónomo; es decir, del que nosotros somos responsables. Es la guía de acción inalcanzable que inspira nuestro proyecto y quehacer ético-político.

 

03 de mayo de 2010

 

            El cinismo político es abrumador. El día del trabajo la señora de Cospedal, clausurando la comisión de empleo y trabajo del PP en Toledo, dijo, más o menos, lo siguiente. Ahora nos iremos todos a hacer nuestras ofrendas y oraciones a la señora del Valle nuestra patrona. Pero permitidme que os diga algo. Hoy es el día del trabajo. Un día que representa las conquistas sociales de los trabajadores, la jornada de ocho horas, las vacaciones, la eliminación del trabajo infantil… Pero, hombre, cómo este discurso en la boca de la derecha reaccionaria. La política se ha vuelto un baile de máscaras. La izquierda no oculta su apuesta por el neoliberalismo y pacta con la patronal, cuyo presidente es un explotador fraudulento. Y la derecha nos habla del paro y de las conquistas de los trabajadores. Es decir, de la izquierda de verdad de hace un siglo. Los políticos están dentro del sistema del mercado, sólo buscan votos y se venden para ello. Una vez que se proclama erróneamente el fin de las ideologías, no es sólo que se proclame la muerte del pensamiento y con él la emergencia del fanatismo y la intolerancia. Es que, además, esto da cabida a cualquier discurso. A esto se le llama cinismo político y relativismo. Hay que reivindicar el pensamiento. Y hay que demostrar que no hay fin de la historia ni de las ideologías. Hay que luchar contra el nihilismo que se nos trata de imponer para vaciar nuestras conciencias y podernos mover cual monigotes. Pero, ¿cómo crear conciencia social si la educación está en manos del poder y es el vehículo de su ideología y del pensamiento único?

 

                                   01 de mayo de 2010

 

Efectivamente. No está todo perdido. Hay que analizar la estructura en la que se basa el sistema educativo. Pero, desgraciadamente, no es sólo un barniz. Está todo atado y bien atado. Muy requetepensado. Y, encima, la educación no se puede analizar sola. El nihilismo social que nos asola, basado en el hedonismo egoísta consumista, están en la base antropológica de la educación. La educación es la punta del iceberg del mal social que nos invade. La educación se ha convertido en una especie de fascismo doctrinario. Pero esto es lo que ocurre en la sociedad. No soy un derrotista. Y he analizado, creo, en otras ocasiones el fondo estructural y funcional del mal. También he propuesto vías de solución sencillas. Y participo del manifiesto que, incluso, me parece escaso en reclamaciones y propuestas. Pero mi razón me lleva al pesimismo.

 

Gracias.

 

 

                                   01 de mayo de 2010

 

            Día del trabajo. Los obreros, los trabajadores están de vacaciones. Más de cuatro millones de parados y tan tranquilos. La inconsciencia social es tremenda. Con estos mimbres es imposible una revolución, un cambio de sistema. Los individuos estamos perfectamente domesticados por el lujo y el hedonismo. Primero se nos dividió, después se nos cebó como a cerdos y así se nos extirpo la capacidad de pensar y, con ella, la de disentir. Una democracia que no defiende los derechos de los trabajadores, que se va de excursión el día del trabajo, un día en que los jóvenes se quedan hasta las tantas en el botellón, destrozando su cerebro y anulando la conciencia, es una democracia profundamente enferma. Es una puñetera pantomima. Estamos en manos del poder económico y del pensamiento único. A los disidentes sólo nos queda la capacidad de cabrearnos: indignarse; esto es, abogar por la dignidad humana.

 

                                    01 de mayo de 2010

 

El espectáculo que estamos viviendo en España es dantesco. En primer lugar, no se podría aceptar que grupos políticos antidemocráticos, enmascarados en psudooneges, hagan acusaciones a los representantes del poder judicial. De ninguna de las maneras estas acusaciones deberían haberse admitido a trámite. Esto no quiere decir que el juez Garzón haya podido cometer alguna irregularidad que podría ser juzgada. Pero desde luego, no la de prevaricador. Juzgar mal a sabiendas, por decirlo, inexactamente, pero de forma sencilla. Creo que donde puede haber prevaricación es en el tribunal supremo. De tal forma que veo aquí dos problemas. Que el poder ejecutivo y el judicial no están separados, con lo que de ello se desprende una merma o déficit democrático. Que en España la transición no fue tan ejemplar. Que siguen existiendo grupos importantes anticonstitucionales y antidemócratas. Que los partidos políticos son instrumentos de obtener votos por medio del dinero y el engaño a los ciudadanos. Que al poder político le importa un bledo la ciudadanía. Han ido a por el juez Garzón porque ha ido demasiado lejos. Pero no sólo con sus procesos contra los crímenes de la guerra civil. Sino porque ha puesto en el tapete la corrupción en el PP. He aquí la madre del cordero. Y también la flaqueza y debilidad de la ley de memoria histórica. Una ley políticamente correcta para la izquierda realmente existente –la que tiene capacidad de gobierno: el PSOE- pero, en definitiva, una derecha con piel de cordero. Esta ley es un brindis a la galería, pero estéril. A los poderes fácticos les interesa mantenernos en una eterna minoría de edad. El caso, con sus profundas repercusiones en la salud de la democracia y en nuestra libertad, se ha convertido ya en un espectáculo que representan las fuerzas políticas con la intención de obtener rentabilidad electoral.

 

            No se puede permitir, de ninguna manera, que quede impune ante la justicia los crímenes cometidos por los que se alzaron contra un orden democrático legalmente establecidos. Y que realizaron durante la guerra y, después, un plan de exterminio del diferente: republicanos, socialistas, comunistas, ateos, gitanos…Un país no puede estar sano democráticamente si no reconoce esta culpa. Y la ley de amnistía fue un mal necesario, para evitar enfrentamientos. Pero deberíamos aceptar la dependencia de una ley superior, de rango universal. La ley de la Corte Penal Internacional de crímenes contra la humanidad. Si esto no es así, vivimos instalados en la barbarie. Lo único que les queda a los vencidos es memoria y justicia. La memoria tiene dos fuentes: la biográfica y la histórica. La justicia otras dos: la ético-moral y la jurídica. No podemos permitir que los crímenes contra la humanidad del fascismo franquista: del nacionalcatolicismo, no olvidemos a la iglesia en este holocausto (aunque ella ya está bastante acostumbrada al exterminio del heterodoxo), queden impunes. El futuro tenemos que reconstruirlo desde el pasado. La desidia y el abandono de los ciudadanos son cómplices de estas injusticias. El mal de la historia se hace universal por la pereza y la cobardía de los ciudadanos. No debemos olvidarlo nunca. Nada garantiza la paz de la que disfrutamos. La injusticia, la barbarie, el holocausto pueden aparecer en cualquier momento. Es más, desde nuestros cómodos sillones lo contemplamos a lo largo de todo el mundo. Al poder le interesa mantenernos sumisos y obedientes. Pero esto nos lleva al nihilismo de los ciudadanos. A perder la consciencia de humanidad: la fraternidad. (Recuerdo un spot publicitario que cambiaba esta palabra, representativa de unos de los valores éticos de la ilustración, por la de rentabilidad.) Éste es el hedonismo nihilista en el que nos encontramos. Y, como he dicho ya en varios lugares de este escrito, este nihilismo antropológico es el caldo de cultivo idóneo para la emergencia de los fascismos. El caso del juez Garzón no es más que el síntoma de una sociedad muy enferma democráticamente.

 

 

                                               30 de abril de 2010

 

                                   La muerte.

 

            La muerte es el triunfo de la física sobre la biología. Esta definición se me ocurrió en mis primeros años de estudiante de filosofía. Es el triunfo del principio de entropía. La muerte es la desaparición de una unidad sistémica que pasa a convertirse en muchas. Es el paso de lo uno a lo múltiple. La muerte del individuo es lo necesario para la supervivencia de la especie. La muerte es el nirvana. Venimos de la muerte y vamos hacia la muerte. En el intermedio una lucha y desazón incesante, un devenir de deseos y frustraciones…infelicidad, placer, dolor, desengaños, ilusiones. La vida es un paréntesis en la nada. Es un afán inútil. La vida del individuo e, incluso, de la especie, es lo que ha inventado el ADN para sobrevivir 3.500 millones de años. La vida es un continuo dejar. Por eso la vida es un continuo morir. Morir es abandonarlo todo. Morimos cuando nacemos, pero la persistencia del ser, el afán de supervivencia, nos impide dejar la existencia y lo que ella contiene. Aunque nada tenga sentido lo inventamos para seguir viviendo. En verdad que la información genética que llevamos es magnífica. La supervivencia, ante todo, acompañado del deseo de procreación. Porque esto último es el único sentido de la existencia, la supervivencia del gen. La muerte es tan natural como el nacimiento y la auténtica realidad es la nada: la inconsciencia.

 

            Pero la muerte del hombre como biografía es tragedia porque nos aferramos a nuestra biografía y a la de nuestros seres queridos que son, en última instancia, los que nos sustentan, los que dan sentido a este mar de dolor y sisnsentido. Por eso no soportamos la muerte. Requerimos del duelo que es el proceso natural por el que acabamos aceptando la muerte como una realidad ineludible. Biológicamente empezamos a morir cuando nacemos, químicamente empieza nuestro proceso de oxidación que acabará disolviendo nuestra unidad sistémica a la que llamamos conciencia, voluntad y libertad. Cosas que, por otro lado, no son más que fabulaciones del cerebro. Pero la muerte de nuestros seres queridos es el anuncio de nuestra propia muerte hecha consciencia. La muerte de nuestros seres cercanos nos arranca un trozo de biografía. Por eso percibimos la muerte del ser querido como ausencia. Pero una ausencia con presencia. Lo que percibimos es su presencia en nuestro cerebro: imaginación memoria…pero sentimos su ausencia, el haber dejado de existir. El no volver a estar ya para nunca jamás, salvo en nuestro cerebro. Pero nos construimos por relaciones. Pero con el sujeto muerto ya no nos podemos relacionar. Por eso es una muerte de nuestra propia biografía, en algunos casos –cuando la biografía es excesivamente compartida- lleva a la muerte del otro. Es curiosa esta contradicción. La muerte como ausencia nos remite a la presencia y al contrario. Pero vamos aprendiendo a vivir con la ausencia y eso es aprender a vivir con nuestra propia muerte. Las ausencias cada vez serán mayores hasta que el anciano esté en el mundo, como de prestado, sin entender nada, sin identificarse con nada. De ahí que la dimensión propia del viejo es la memoria. El anciano vive de recuerdos-ausencias, como el joven vive de proyectos, pasiones e ilusiones.

 

            Lo que nos caracteriza como hombres y nos distingue de los animales, sin que por ello dejemos de ser tales, es la biografía y la historia. Ambas son los intentos vanos de superponernos a nuestra propia naturaleza animal. Ambos están condenados al fracaso. La muerte del individuo, el fin de su biografía, es un anuncio premonitorio del fin de la historia. La historia es la biografía de la humanidad. Y, en la historia, por más que nos empeñemos, también triunfa el principio de entropía.

 

            Lo doloroso de la muerte es que nuestro final como el de la humanidad es incomprensible, excede el poder de nuestra imaginación. Y nuestra razón prefiere engañarse con falsas ilusiones. El llanto de un ser querido es el llanto de la humanidad. No podemos vivir sin estar con los otros, nos construimos a través de las relaciones con los demás. Por eso, la desaparición del ser querido es nuestra propia aniquilación. Si es muy cercano queremos nuestra propia muerte. Nos damos cuenta de la verdad insondable: nada tiene sentido, todo es arbitrario. Porque esto es otro asunto. La muerte es absolutamente arbitraria. No entiende de justicia. Le toca al viejo, al joven, al justo, al niño, a la madre, al hijo…actúa indiscriminadamente, ésa es su justicia, que es igual para todos. La muerte es el mejor fiel de la balanza, nos mantiene a todos en equilibrio. Por eso la muerte es la expresión del sinsentido de la naturaleza. Todo es en vano, pero nos empeñamos en todo lo vano. Por eso decía Sartre que la vida es una pasión inútil. Pero la vida sin pasión es invivible, nos lleva a la nada, al suicidio. El mecanismo inventado por la naturaleza para nuestra propia supervivencia es la pasión. Pero ha habido pasiones que han matado a millones de personas. El hombre es un semidios o un ser fracasado desde sus inicios.

 

            La muerte de mi ser querido es mi muerte. Primero me llena de dolor, después de serenidad. Porque la muerte es, ante todo, serenidad.

 

 

                                   30 de abril de 2010

 

                        Ilustración, religión y progreso.

 

            Estas tres ideas están íntimamente ligadas como bien demuestra John Gray en su obra. Pero hay que demostrar la relación que tienen entre sí estos conceptos. Porque parece algo paradójico que la ilustración, siendo la época en la que el discurso se dirige contra la religión, el siglo de la razón contra los oscurantismo, se ponga en pié de igualdad con la religión. Pero es, precisamente, la idea de progreso la que vertebra la relación entre religión e ilustración.

 

            En la ilustración se lucha contra la religión como forma de entender la realidad que se basa en la superstición. La base de la religión son los mitos. La religión a la que nos referimos es la monoteísta, concretamente a la religión cristiana. La ilustración proclama, en palabras de Kant, la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad es la ausencia de libertad. Por eso el lema de la ilustración es atrévete a saber, a pensar por ti mismo, a utilizar tu propia razón. De lo que se trata es de desenmascarar aquello que nos sume en el miedo y, por tanto, en el poder de la superstición. Nos dejamos gobernar (mandar) precisamente por miedo. Pero lo que nos promete la religión es la salvación y la felicidad, siempre y cuando obedezcamos. El esquema es bien sencillo. La historia del hombre es la historia de su salvación. La religión parte de un mito fundante que es el génesis y de una visión escatológica de la historia. La religión inventa, pues, el sentido de la historia. Para ello se apoya en una concepción lineal del tiempo. Hay un principio y un final de todo. Dios es el creador del mundo por su voluntad. Y su propia existencia nos garantiza la esperanza. Pero este mundo es un lugar de dolor y sufrimiento, un “valle de lágrimas”. Si obedecemos la ley de dios seremos salvados al final de los tiempos. Nada ocurre en vano. La justicia, a pesar del mal en el mundo,  se restituirá al final de los tiempos. Dios premiará a los buenos y castigará a los malos. Todo está atado y bien atado. El hecho de que exista dios y la historia sea la historia de la salvación del hombre da a nuestra vida el sentido que nuestra frágil naturaleza demanda. Y este sentido es el que nos salva de la nada de la existencia, de la ausencia de todo valor, del nihilismo, de la conciencia de nuestra propia naturaleza biológica. Somos seres absolutamente contingentes, tanto como especie, como individuos. Nuestra existencia es accidental. Podríamos no existir y todo seguiría igual. Pero la visión escatológica de la historia nos ofrece la esperanza. El ser humano necesita de la creencia. Y aquí es donde surge el gran problema.

 

            Somos seres finiitos, contingentes, limitados y conscientes de todo ello precisamente a partir del conocimiento de nuestra propia muerte. Y ahí es donde se alberga y anida la esperanza. El ser humano es un ser que necesita de la esperanza y de ahí que sea un ser de creencias. Y esto es lo que nos lleva a la equiparación entre la religión y la ilustración. Vamos a explicarlo. El papel de la ilustración a partir del uso de la razón fue desenmascarar los mecanismos que subyacen al poder y estos son los de la superstición. El hombre se doblega frente al poder porque tiene miedo. El miedo lo hace obedecer y creer. La ilustración desenmascara todo esto y a la religión como fuente de superstición. Por eso reivindica la razón como libertad. Pero el problema de la ilustración, al menos en su versión más dura -yo sigo considerándome un ilustrado, pero crítico- es que no se ve libre del esquema escatológico de la historia forjado por la religión. Lo que sucede es que el mensaje se seculariza. Ya no es dios el que da el sentido a la historia, sino la propia razón. Ya sea en su versión científica o política. Todos somos herederos entonces del mito histórico de la religión. La ilustración no nos ha librado de él, sino que lo ha secularizado. El progreso de la humanidad hacia una redención final, sea vía política o tecnocientífica y económica es imparable y se rige por la razón. Con este mensaje se salvaguarda la esperanza del hombre. Recuérdese que la esperanza, como la fe, son virtudes teologales. El hombre tiene esperanza en la medida en la que tiene fe en el progreso. De tal forma que podríamos decir que el mundo no ha sufrido ese proceso de desencantamiento tan atroz y rotundo del que hablaba Weber, porque el hombre sigue obedeciendo a un dios con sus múltiples caras, el dios del progreso. Y por eso no es un ser desesperanzado, sino con una esperanza renacida que lo construye a él mismo en un dios, porque el hombre obedeciendo a los dictámenes de la razón obedece al dios del progreso. De ahí que el hombre no sea capaz de ver sus propios límites y de ahí también su espíritu prometéico.

 

            Pero la verdad es muy otra, y va ligada a una visión más débil de la ilustración que pasa por la idea de Darwin, Feud, Nietszche, Ciorán, etc. la razón humana es limitada. Es un instrumento de adaptación al medio, no de salvación. La vida humana y la especie no tienen sentido más allá de la propia naturaleza. Son productos contingentes de la evolución. Los avances ético-políticos de la humanidad son circunstanciales y reversibles. Son conquistas parciales que con el tiempo desaparecerán, como lo hará el propio hombre, si bien merezca la pena luchar por ellas. El problema es cuando el progreso se absolutiza. Dos son las diferentes perspectivas desde las que se lleva esto a cabo. Una desde el poder y otra desde la contingencia del ser humano. El ser humano es un ser de creencias, por eso se deja embaucar fácilmente. Necesita de la creencia. Pero, a su vez, un ser de esperanzas. Necesita un futuro mejor. La contingencia de la vida lo asusta, no puede vivir en ese estado de desesperanza que viene caracterizado por el miedo. Y es el miedo el que lo obnubila y lo vuelve sumiso. Y es aquí donde aparece la dimensión del poder. El poder es dominación, y ésta se ejerce por el miedo. El poder otorga un sentido, un orden, ahora basado en la razón, política, económica y tecnocientífica. En definitiva se nos promete, a cambio de nuestra obediencia y sumisión, un mundo mejor. Una redención última de toda la humanidad. Pero el progreso a lo largo de dos siglos nos ha mostrado otra cara que la ocultamos porque el progreso no sólo es un engaño, sino un autoengaño. La muerte de cientos de millones de personas en su nombre. La historia está plagada de cadáveres que la idea de progreso ha arrojado a la cuneta del tiempo y el olvido. Primero fue la religión sacralizada, después, las religiones secularizadas. Pero, en última instancia, todo depende de la naturaleza del hombre, como seres conscientes de nuestros propios límites, lo cual nos hace albergar dos sentimientos contradictorios pero que se retroalimentan: el miedo y la esperanza.

 

            La única salida es el reconocimiento de nuestros propios límites. Que el progreso es parcial, fragmentario y contingente y depende de la frágil voluntad humana. Que la razón es limitada, que nos permite analizar y comprender, que nos libra de los engaños de la superstición y el miedo. Pero que ella misma ha de basarse en la confianza. La razón no puede ser absoluta. La historia es impredecible. Sólo podemos apreciar tendencias. Los ideales ético-políticos son guías de la acción del hombre, no realidades que se acaben imponiendo. Hemos de aceptar nuestra contingencia y nuestra naturaleza como un nuevo humanismo que debe desbancar al hombre del último lugar de privilegio, la historia. Nuestra misión, el nuevo humanismo, es un ecocentrismo. Recuperar nuestro origen e imitar su dinamismo, biomímesis, que lo llama Riechmann, en eso se debe forjar nuestro nuevo humanismo.